Había una vez dos amigos que patinaban sobre una laguna helada, situada a las afueras de un pueblo. Aunque tan solo tenían once años, bailaban sobre el hielo con elegancia, ejecutando arriesgados saltos y acrobacias. De pronto se abrió una grieta en el suelo y en cuestión de segundos uno de los dos chavales se sumergió bajo la gruesa capa de hielo. La corriente lo succionó, desplazándolo a varios metros de distancia del agujero por el que se había caído. Estaba completamente atrapado.
El otro niño –viendo que su amigo se ahogaba bajo el hielo– cogió una piedra y empezó a golpear con todas sus fuerzas hasta que logró romper la helada capa. Agarró a su amigo por la espalda y lo subió a la superficie. El cuerpo del chaval estaba entumecido y no respiraba. Sin pensarlo dos veces, comenzó a practicarle el boca a boca, al tiempo que trataba de reanimarlo, bombeando su corazón con las dos manos. Finalmente, el chico empezó a toser, escupiendo un chorro de agua por la boca. Su amigo le acababa de salvar la vida.
Mientras las autoridades seguían discutiendo y debatiendo, intervino el sabio del pueblo, que vivía muy cerca del lugar de los hechos. "Señores, yo sé exactamente lo que ha sucedido", dijo al cabo. "He visto el incidente desde mi casa. El niño dice la verdad. Ha roto el hielo con esa piedra y luego ha reanimado a su amigo, salvándole la vida". Y el alcalde, intrigado, le preguntó: "Y bien, ¿cómo diablos lo ha conseguido?". El sabio lo miró fijamente a los ojos y con voz serena le contestó: "Muy sencillo: lo ha conseguido porque no había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo".
Este cuento aparece en el libro "El sinsentido común" de Borja Vilaseca.
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